«Cuantas veces te encuentras con una sensación de soledad cuando tienes que tomar decisiones que afectan tu vida personal. Otras, por tu profesión, debes tomarlas sobre la vida de otros. Cuando estás con tu silencio y el de tu equipo, cuando pierdes la noción del tiempo y solo oyes el silbido de la arteria que sangra, sin saber dónde. Entonces notas los movimientos de tu propio corazón más rápidos, presión en la cabeza y zumbidos en el oído. A esta sensación se unen los tonos agudos, desafiantes y cada vez más rápidos del monitor del paciente que aceleran aún más tus propias sensaciones. La adrenalina te da fuerzas para gritar: ¡Sangra! ¡Apaga el sonido del monitor! ¡El clamp de aorta, rápido! ¡Tranquilos que se puede! Este último grito, más que para dar moral a los ayudantes como haría un buen estratega militar, es para uno mismo, para autoconvencerse de que se va a conseguir realizar la hemostasia. En esos momentos de nada vale la medicina basada en la evidencia, las sesiones clínicas, las conferencias magistrales, ni el último artículo científico. Hay que actuar con rapidez y precisión para salvar la vida del paciente, hay que luchar. ¡Por fin se ha conseguido! Ha dejado de sangrar, ahora hay que reconstruir, hay que seguir con la intervención. Llega la relajación, pero no hay que confiarse, hay que recordar el dicho taurino hasta el rabo todo es toro.

Como ocurre en muchas ocasiones, cuando pasa el peligro, cuando se ha bajado la tensión del momento agudo, piensas en la oportunidad de una ayuda externa, de un compañero para que termine la intervención. Piensas en esos momentos en las películas de indios y vaqueros, cuando acorralados en el fortín viene la caballería ligera a rescatarte. Pero no, hay que continuar, hay que rematar la faena. Después de una operación compleja, esto no se acaba. Hay que estar atento para atajar una posible complicación, que no pase inadvertida, el cirujano tiene que ir por delante de un efecto no deseado, hay que seguir luchando. El anatomista y cirujano escocés del siglo XVIII Astler Cooper decía que para superar esta lucha los atributos requeridos al cirujano eran, ojos de águila, manos de dama y corazón de león.    

Estas circunstancias se dan en el quirófano con mayor o menor gravedad, pero existen otras situaciones no tan frecuentes, afortunadamente, pero muy críticas. Son la 8 de la mañana del día 11 de marzo de 2004, olor a quemado, humo y pitidos de sirena. Apenas llego al hospital hay que tomar decisiones en los quirófanos para afrontar una situación de catástrofe. Se suspende la actividad en el área quirúrgica para atender a los heridos. ¿Qué ha pasado? Nadie sabe nada. Se agolpan las víctimas en urgencias. Se realiza triaje, los clasificamos por las lesiones sin tomar apenas datos de filiación, no hay tiempo que perder. Se anotan las lesiones de cada paciente pegando un esparadrapo en la camilla e indicando la especialidad y al quirófano que les debe llevar el celador; allí ya está el cirujano preparado. A otros se les llevaba a un lugar donde, desgraciadamente, nada se podía hacer por ellos. Poco a poco se conocen noticias, todas confusas y contradictorias, pero es lo mismo, lo nuestro es dar la mejor asistencia a los pacientes e información a los familiares, independientemente del origen de la catástrofe. La tensión vivida en los quirófanos durante estos días fue indescriptible, intervenciones, reintervenciones e intervenciones en dos y tres tiempos, pero el balance fue muy positivo. Todos los hospitales respondieron con prontitud y eficacia, siguiendo el Plan de Catástrofes, del que solo sabíamos la teoría y todos pensábamos que nunca se iba a aplicar, pero lo aplicamos con eficacia. Con el Plan de Catástrofes cada trabajador del hospital conoce la jerarquía, la actividad funcional y la misión en caso de emergencia masiva.  Nos sentimos muy orgullosos de la labor de todos los equipos, nuestra misión solo era, como no podía ser de otra manera, salvar al mayor número de personas de la masacre, sin importarnos quien la originó, éramos médicos.

La lucha contra lo desconocido ocurrió 23 años antes de esta gran masacre. El Servicio de Urgencias se llenaba de pacientes con neumonía bilateral, muy graves y muchos con un desenlace fatal. Todos los especialistas colaboramos para combatir algo que solo sabíamos que podía ser muy contagioso, por el volumen de pacientes que llegaban y porque atacaba a familias enteras. Todos estábamos en el hospital protegidos, no había entonces EPI (equipos de protección individual), pero nos protegíamos artesanalmente, mascarillas, muchas mascarillas, el contagio parecía que era por vía aérea. Era lo que llamábamos Neumonía Tóxica. No había germen. Después de varios meses de investigación se supo que era debida a un envenenamiento masivo por aceite de colza desnaturalizado, utilizado fraudulentamente.  Luchamos contra una infección que no existía.

Ahora, en la retaguardia de mi profesión y de la vida, veo como mis colegas de todas las especialidades luchan contra una infección nueva, muy agresiva y con tratamiento incierto. Actualmente tienen que tomar decisiones muy dolorosas sobre la vida de otros, luchando contra el coronavirus, siempre luchando. Se enfrentan a otra situación distinta, completamente anómala.  Aunque no sean cirujanos, ahora están viviendo sensaciones que a veces se experimentan en el quirófano: el latido del corazón, presión en la cabeza y zumbido de oídos.  Hay que seguir luchando, hay que luchar contra la enfermedad y por la vida. ¡Así todo se consigue!»

Manuel Limones Esteban

Cirujano jubilado

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