Efectos psicológicos de la pandemia del coronavirus: el sesgo de anclaje

Efectos psicológicos de la pandemia del coronavirus: el sesgo de anclaje

Vamos a la panadería nueva del barrio a comprar el pan. Nos cobran 0,35 céntimos por una barra. Seguimos yendo a esa misma panadería día tras día. Llega un día, unas semanas más tarde, en el que volvemos a la misma panadería y nos cobran 0,50 por el mismo tipo de barra. Aun siendo un precio todavía económico, nos parece caro. Nos quedamos con que nos han cobrado 15 céntimos más. Nuestra mente ha quedado “anclada” a la primera información 0,35 céntimos.

Nos encanta un grupo musical. Ha sacado un magnífico primer disco. Estamos deseosos de que llegue el inminente segundo disco. Pero nos decepciona. Hemos caído presos del efecto anclaje.

El efecto anclaje es un sesgo cognitivo por el cuál quedamos atrapados y condicionados por la primera información que recibimos de un evento. A partir de ese momento, nuestra mente queda supeditada, y los siguientes hechos los compara con esa primera información a la cual ha quedado anclada.

Nuestra visión es muy limitada, vemos un rango corto de longitudes de onda, nuestro sistema auditivo escucha un abanico estrecho de frecuencia sonoras… si a las limitantes de nuestro sistema sensorial, le sumamos que nuestra mente constantemente sesga la información (sesgo de confirmación, sesgo autosirvente, sesgo de disponibilidad, sesgo anclaje…) el concepto de realidad objetiva se difumina. No somos objetivos. Vemos el mundo no cómo es sino como lo queremos ver. Tendemos a acoplar la visión del mundo a nuestras preconcepciones. Afortunadamente podemos trabajar para poder ampliar “nuestro mapa” del mundo y no caer prisioneros de la visión en túnel que nos inhibe ver más opciones.

Probablemente todos hayamos experimentado en nosotros mismos o en personas cercanas, que cuando una persona SUPERA emocionalmente una situación traumática, cambia su vida y sus valores. Es como si hubiese un terremoto y los cimientos se recolocasen. Lo que antes era preocupante, ahora es insignificante. Lo que en otros momentos tenía una importancia suprema, ahora no la tiene. Se cambia las prioridades y la persona tiende a vivir más conectada con el momento presente, sin perturbación por situaciones que han sucedido en el pasado o que podrían suceder en el futuro.

En este tipo de situaciones, el impacto emocional del suceso, la supervivencia y superación del mismo, hace que el SESGO DE ANCLAJE se mueva y se adapte. Se produce una experiencia emocional correctiva, y el anclaje de la felicidad ya no está en conseguir cada vez más bienes materiales, ascensos en el trabajo etc… lo que lleva a mucha gente a la constante insatisfacción, a tener cada vez más alto el rasero de lo aceptable para ser “feliz”. Al contrario, genera un juego psicológico que nunca acaba. O, mejor dicho, que siempre acaba en la infelicidad e insatisfacción permanente. Lo que ocurre cuando se supera un trauma, es que el “ancla” de los valores aceptables o inaceptables se ajusta reduciéndose el umbral para sentirse satisfechos.

La inédita emergencia sanitaria por la pandemia del coronavirus (COVID-19) que estamos viviendo, generará dos efectos importantes: hay mucha gente que desarrollará síntomas postraumáticos. Las personas que queden paralizadas y congeladas en los efectos del trauma, necesitarán ayuda terapéutica. Por otro lado habrá gente que, una vez superado el impacto más fuerte del trauma, es cómo si volviese a empezar en la vida, y su sesgo de anclaje sobre los valores vitales se ajustará a conectar con cosas que antes pasaban desapercibidas y se daban por hecho que tenían que estar ahí y no se valoraban (un paseo, un abrazo, estar con los seres queridos…).

Cuando reseteamos y comenzamos de nuevo, el rasero de lo aceptable o lo valorable cambia. Como dice el proverbio de Tolkien: “Quien no es capaz de desprenderse de un tesoro en un momento de necesidad es como un esclavo encadenado”. Cuando necesitamos mucho, nada nos parece suficiente. Cuando necesitamos poco y nos concentramos en lo que siempre estuvo ahí y lo valoramos, dejamos de ser esclavos de nuestro sesgo de anclaje, es decir de nosotros mismos.

¿Qué hacemos después? Por qué son importantes los ritos para asumir la pérdida

¿Qué hacemos después? Por qué son importantes los ritos para asumir la pérdida

En el rito funerario de la etnia de los Mossi en Burkina Faso, un pariente de la persona fallecida viste la ropa del muerto, imita sus gestos, su manera de andar y su forma de hablar. Sus sobrinos le llaman “tío”, su esposa “marido” y sus hijos “papá”. Se despiden, le abrazan y le transmiten lo que quieren que sepa antes de que su “alma” definitivamente se vaya. En la etnia Diola, en Senegal, las personas que fallecen deben presidir sus funerales. Los músicos tocan animádamente mientras que el muerto con sus mejores ropajes y sentado en un sofá, es llevado en procesión hasta el lugar donde se le inhuma.

A lo largo de toda la historia de la humanidad ha habido evidencias de la realización de ritos funerarios para escenificar el paso de la vida a la muerte. Este proceso grupal facilita asumir que ya no se va a ver a la persona querida, y constituye un antes y un después. Dependiendo de la cultura y sus creencias, este ritual lo viven de una manera más o menos triste.

El coronavirus trastoca hasta el rito del duelo

Actualmente en España y en otros lugares de Europa y de Asia, a raíz de las medidas de confinamiento de las poblaciones para poder derrotar la pandemia del coronavirus, las personas que pierden a sus seres queridos están viviéndolo de una manera doblemente traumática: primero por la pérdida, y posteriormente por no poderse reunir, abrazar, besar a sus seres queridos, contar anécdotas sobre el fallecido, recordar sus características personales y compartir todas esas emociones conjuntamente.

Los ritos, facilitan a nuestro cerebro integrar y “digerir” emocionalmente la perdida. Aunque la parte cognitiva se sepa la “teoría”: que la persona ha fallecido y eso supone que no le va a volver a ver más; la parte emocional (el sistema límbico) tiene que experienciar y sentir que la persona ya no está físicamente y no vamos a poder hablar con ella, tocarla y besar nunca más. Para que el cerebro integre la información proveniente de la parte racional y de la parte emocional es fundamental VIVIR el rito y compartir las emociones conjuntamente con los demás miembros de la familia: llorar, reír, recordar… facilitan la catarsis emocional, es decir que las emociones salgan, se canalicen y nos preparen para asumir emocionalmente la pérdida viviéndolo como un duelo sano.

Hay muchas familias que, por obvias razones sanitarias ante la pandemia del coronavirus, no están pudiendo vivir el rito de paso de la vida a la muerte con sus seres queridos, lo que hace que puedan tener una sensación de irrealidad, de despersonalización, de rabia y de miedo, ya que no pueden drenar sus emociones amortiguándose mutuamente con sus seres queridos en un ritual funerario.

Es fundamental, que cuando termine esta pesadilla, las familias se unan y ritualicen la pérdida de su familiar. Ver fotos, contar anécdotas, recordar, llorar, expresar la rabia, comer su comida favorita, brindar por él/ella… siempre es muy duro perder a un ser querido, pero es más traumático si no podemos compartir los recuerdos y las emociones en un rito. Estos rituales pueden no gustar a mucha gente, ya que sin duda implican dolor emocional, pero el dolor es consustancial a la vida y, está comprobado que cuando no se drenan las emociones apropiadamente y se tienden a controlarlas para aparentar normalidad (“esto no está pasando”), meses, incluso años más tarde, nuestro sistema emocional colapsa y se desarrolla lo que llamamos el estrés postraumático con síntomas demorados: es como si de repente reventase una presa que contiene una masa creciente de agua hasta que ya no puede más y arrasa todo. Afortunadamente podemos prevenir estos síntomas exponiéndonos y ritualizando la pérdida: nuestros seres queridos lo merecen, nosotros lo necesitamos.

“A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en el mismo ataúd.” (Alphonse de Lamartine)

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